Por Edwin Lois Cole (Hombría al Máximo)

Sentí gratitud porque United Airlines tenía un vuelo sin escalas desde Los Ángeles hasta Eugene, Oregón. Estaba usando cuatro tipos de sombreros en ese tiempo, haciendo malabares con una variedad de responsabilidades, y pasando una gran parte de mi vida en aeropuertos y en aviones. Me sentía contento por no tener que hacer una conexión en Portland o Reno, o en algún lugar tal como esos para llegar a Eugene para un retiro.
Se trataba de un retiro para hombres, el primero de dos que estaban programados en fines de semana seguidos, en las montañas nevadas de la parte centro-oeste de Oregón. En el intermedio, correría a Seattle para dar otra conferencia. Después, finalmente, haría un viaje rápido a casa, al sur de California, y después de nuevo a algún otro lugar.
Predicando y enseñando, esos esfuerzos estaban en los bosquejos hechos en los asientos del pasillo de tantos jets tipo jumbo. Mucha de la preparación para mi ministerio la llevé a cabo en ese pequeñísimo espacio estrecho entre los descansabrazos abordo de la aeronave.
Ahora, mientras United Airlines me llevaba hacia Eugene, intenté orientar mi mente a un estado de estudio.
Hombres, habría más de 500 de ellos en los dos retiros combinados. Yo sabía que se estaban reuniendo para escuchar algo que valiera la pena, algo que cambiara sus vidas, algo que podrían llevar de regreso a sus casas y a sus oficinas, sus tiendas, y a sus viajes de cacería. Ellos deseaban algo que les ayudara a alcanzar lo máximo en su hombría, permitiéndoles vivir de una forma más semejante a Cristo como nunca antes.
En nuestra sociedad, una contaminación moral está cobrando el precio en la hombría, que está desintegrando enfrente de nuestros ojos.
El siguiente retiro era pequeño en comparación con los muchos eventos donde yo había ministrado, y hasta en comparación con el ministerio de televisión donde había estado cumpliendo por años. No había razón por la cual este viaje fuera algo especial.
En nuestra sociedad, una contaminación moral está cobrando el precio en la hombría, que se está desintegrando enfrente de nuestros ojos. Sin embargo—había una pesadez, una sobriedad— que no se alejaba. Dios estaba haciendo algo en mi espíritu. Yo sentía que esta excursión a Oregón para hablarles a los hombres sería un evento significativo en mi vida.
Por semanas yo había estado orando por las palabras correctas para decirles a estos hombres. Imágenes del hombre moderno desfilaban por mi mente. En nuestra sociedad, una contaminación moral está cobrando el precio en la hombría, que se está desintegrando enfrente de nuestros ojos. Comencé a comprender qué gran necesidad existe para que los hombres entiendan lo que está sucediendo, y para que hagan algo al respecto.
Las cosas no están como Dios dispuso que estuvieran. Los motores de reacción gemían en el fondo, y mi Biblia y cuaderno estaban abiertos en la bandeja en frente de mí. Pero, en mi meditación, pareciera perder consciencia de lo que me rodeaba. Algo estaba sucediendo en mi espíritu. Estaba consciente de la Presencia de Dios.
Recordé la enseñanza que Campbell McAlpine, un reconocido maestro de Biblia, había compartido para nuestra comunión de creyentes unas semanas antes. El pasaje de la Escritura que él usó tuvo un impacto poderoso en mí. Fue como si estuviera vivo, y yo había estado pensando en su importancia para los hombres desde entonces.
Campbell había hablado de Primera de Corintios, capítulo diez. Los versículos seis al nueve hablan de las cinco razones por las cuales los israelitas no entraron a Canaán, la tierra de la promesa.
Era una verdad básica—que Dios tenía una tierra de promesa y bendición para Su pueblo. Los israelitas habían perdido su oportunidad para entrar a esa tierra debido a cinco pecados básicos.
Pero para mí, esta escritura tenía un significado que trascendía cualquier cosa que yo hubiera pensado antes. Esta crónica de pecados se relacionaba con Israel, pero había una correlación directa con el hombre moderno. Las Escrituras dicen que los israelitas eran ejemplo para nosotros.
Los israelitas habían perdido su oportunidad para entrar a esa tierra debido a cinco pecados básicos.
¿Qué significaba para los hombres actuales?
Miré en mi Biblia. Volví a leer el capítulo en Corintios, meditando en esas cinco razones que provocaron que Israel fracasara en alcanzar la tierra prometida.
Las palabras adecuadas, el enfoque adecuado y el momento adecuado son tan importantes para el ministerio. Yo deseaba que este mensaje para los hombres que se encontraban en las montañas nevadas de Oregón, estuviera bien.
Aquí estaban las razones del fracaso que están escritas en la Palabra.
- “Lujuria.”
- “Idolatría.”
- “Fornicación.”
- “Tentar a Cristo.”
- “Murmuración.”
Mientras repasaba esa lista de pecados que Campbell enseñó, el pecado de fornicación sobresalió. Comencé a recordar gente que yo había conocido—y aún conozco ahora—que fracasó en alcanzar su “tierra prometida” debido a los pecados sexuales. Parejas, hombres, amigos, predicadores, congresistas, senadores, gente de todos los ámbitos de la vida. Creyentes y no creyentes. Pecadores y los santos.
Un corto tiempo antes, un amigo de California se me había acercado. “¿Sabes, Ed?” “Verdaderamente tienes que ponerte caliente con el tema de la promiscuidad sexual”, “me dijo sin rodeos”, “porque está sucediendo en todo el condado de Orange” “¡Hay personas viviendo juntos y no están casados, y hasta van a la iglesia y creen que son cristianos!”
Los hijos de Israel no tenían nada de nosotros. Coincidimos pecado por pecado.
Algo sucedió en un desayuno de familia una mañana que realmente me sacudió. Mientras estábamos sentados a la mesa, le mencioné a mi esposa, Nancy y a mi hija, Joann, acerca de mi creciente preocupación por los problemas sexuales del hombre moderno.
Ellas me escucharon calladamente, y después Joann respondió con una perspicacia tanto de su vida colegial como de su entendimiento como cristiana.
“Papá, ¿no sabes que los pecados sexuales serán el problema de la iglesia en los años por venir?”
Sólo la miré. No se me había ocurrido de esa manera. Pero después de que lo dijo, como una luz que brotaba dentro de mí, pude ver un retrato instantáneo de nuestra vida —hombres y mujeres, jóvenes y viejos, líderes y gente común— en toda América. Después alrededor del mundo, lo vi.
Había sido evidente que la fibra moral de nuestra nación estaba siendo debilitada y hasta destrozada por todas partes. Pero después vi que la iglesia no era inmune. Las costumbres de la sociedad se estaban imponiendo en la Iglesia de Jesucristo.
Tantas vidas—todas siendo afectadas por pecados sexuales.
Con United Airlines acercándome a mi destino, y momento a momento más cerca de mi cita, repentinamente comencé a escribir. Estaba consciente que el Espíritu de Dios dentro de mí me estaba inspirando y guiaba esa pluma, mientras escribía en la página de mi cuaderno.
Terminé, y comencé a ver lo que había escrito.
«Hay personas viviendo juntos y no están casados, y hasta van a la Iglesia y creen que son cristianos.»
La oración era una que nunca había visto antes —no de esa manera— ni jamás había dicho algo así.
Una oración de tanta acritud que me la quedé viendo un largo rato, preguntándome cuándo, dónde, o a quién se la diría. Mi espíritu súbitamente saltó dentro de mí, porque yo sabía que era para esa noche, para esos hombres, para ese retiro. Era demasiado poderoso para mí, demasiado audaz —aún para un profeta-predicador como yo, quién había predicado a grandes multitudes. Pero nada como esto. Este era Dios. Sabía que tendría que decirlo. ¿Cuándo? ¿Cómo?
El momento es todo en una situación como esta. Tendría que declararlo, ordenarlo, en voz alta, públicamente, con autoridad. Y—esa noche— a esos hombres en el Campamento Davidson, en las afueras montañosas de Eugene, Oregón, sin el poder de Dios, podría ser terrible —con la confirmación de Dios y vindicación, podría ser glorioso. Trayendo libertad.
Era para mí decirlo, para mí ordenarlo, para Dios vindicar.