Por Ángela V. Rohse

Las lágrimas en sus ojos confirmaron lo que sospeché. Mi hija se alejaba de mí… yo resultaba ser como los demás.
Poco antes de que nuestra familia se convirtiera en cristiana, la revelación de mi hija de que ella pensaba que era homosexual, llegó como un golpe devastador. Mientras mi esposo y yo finalmente estábamos felices de hacer un compromiso con Dios, en quien siempre habíamos creído pero que no nos habíamos dado el tiempo de conocer, comenzamos como nuevos conversos con un secreto que pesaba en nuestros corazones.
Cuando mi hija me preguntó cómo Dios sentía respecto a la gente homosexual, hice todo lo posible para armar lo que la Biblia decía acerca de ello, y lo que declaró me pareció muy claro. Nueva en la iglesia y todavía muy emocional por lo que se me había revelado, fui incapaz de acercarme a alguien del liderazgo, estaba demasiado avergonzada como para hacer preguntas, y mortificada por lo que la gente pensaría.
Por otra parte, no estaba segura de lo que yo pensaba de “nosotros.” Si mi hija era gay, entonces ¿Cómo podría el “y fueron felices para siempre” que yo pensé que había estado viviendo, ser real? Los fragmentos y escombros quedaron y no había ya nada familiar.
A los 17 años, mi hija ya era muy consciente de lo que la gente en general pensaba acerca de la comunidad homosexual, y debido a que la Biblia había sido la base de muchas de sus opiniones, comenzó a dudar de las declaraciones de que “Dios ama a todos,” con las que yo traté de alentarla. Para ser honesta, no estaba realmente segura si Él amaba a mi hija.
Poco antes de que nuestra familia se convirtiera en cristiana, la revelación de mi hija de que ella pensaba que era homosexual, llego como un golpe devastador.
Un año después de unirnos a la iglesia, mi esposo y yo nos inscribimos en un programa de estudios de la Biblia. Después de unos meses de instrucción básica doctrinal, y armada con algunos versos bíblicos, tomé el coraje para abordar el tema del arrepentimiento con mi hija. Arrepentirse, le dije, significaba pedirle perdón a Dios y luego realmente volverse a Él, alejándose de cualquier comportamiento en contra.
Mi hija escuchó con atención todo lo que le dije sin decir una palabra. Aunque el silencio que siguió fue largo e incómodo, me sentí aliviada pues le había dicho todo lo que necesitaba saber. Estaba tratando de salvarla, y si dolía o no, no era importante.
No iba a permitir que alguien tan valioso para mí, se me escapara. El dolor por ella era una pesadilla. Le había dicho que Dios quería solo lo mejor para ella y que, al crear un hombre y una mujer, había sentado las reglas para una perfecta “hermosa vida” y que Él no aceptaría otra cosa.
Cuando finalmente la miré, la encontré llorando en silencio. Mientras que ella no había protestado ni se había defendido, tampoco se acercaba y pude sentir casi que se alejaba, cerrando una puerta, dejándome afuera para siempre.
De repente, todas las razones para tener que herirla por su propio bien, ya no parecía válidas. Pensé que estaba haciendo lo correcto delante de Dios, al decirle que si no cambiaba, se iría al infierno, pero algo estaba terriblemente mal. De pronto me di cuenta que todo lo que había hecho era entregar un ultimátum en nombre de un Dios del que ella ya había oído hablar.
El juzgador, condenador, severo e intransigente Dios, el Dios a ser temido y el Dios que podía golpearte donde estés si tratabas de desafiarlo. ¿Para qué necesitaría ella un Dios así? ¿No habría estado mejor sin Él?
A partir de ese momento, mientras más yo hablaba, más profundamente me hundía. Mientras ella luchaba por entenderse a sí misma y lidiar con la reacción de la sociedad que tenía en contra de “gente como ella,” era como si estuviera anunciado que no podía ser más parte de nuestras vidas, como si solo pudiera mirarnos desde donde estaba: sola y abandonada, “fuera” de la aceptación de Dios.
Me sentí tan desgarrada por dentro. ¿Cómo podría ser esto lo que Dios quería? Cuando le había entregado mi vida, estaba llena de esperanza, pero ahora, me preguntaba si realmente tenía lo necesario para ser una buena cristiana. ¿Dios tan solo nos desecharía por no estar conformes a Él? Si Dios nos había escogido antes de nacer, ¿cómo podía renunciar a alguien tan hermoso como mi hija? ¿Realmente lo necesitamos si es así? Nada más tenía sentido, y me sentí como si estuviera a punto de perder a mi hija, perder a Dios y perder mi mente.
Poco a poco, sin embargo, en algún lugar en medio de mi confusión, el desvarío y el delirio parecieron menguar, y me di cuenta que estaba mintiéndome a mí misma. Completamente exhausta, finalmente y de mala gana, tuve que admitir que todavía realmente necesitaba de Dios. Tan temible como Él parecía ser, tenía que haber algo más que solo tener que ser. Por alguna inexplicable razón, seguí aferrándome a esa convicción y ahora, casi seis años después, me alegro de haberlo hecho.
Lo que no había provisto para mi hija ese día, fue que ella necesitaba primero y sobre todo: la seguridad del amor incondicional de Dios por ella.
Mientras mi esposo y yo continuamos en el estudio bíblico, comenzamos a entender el verdadero carácter de Dios, como es revelado en Su Palabra. Lentamente, Dios envolvió nuestras vidas y tomó Su lugar como “Padre” en nuestros corazones. Verso tras verso reveló a un increíble padre que era eternamente firme en su amor incondicional por Sus hijos; todos Sus hijos.
Sus promesas hablaban de riquezas indecibles, listas para ser disfrutadas si tan solo nos tomáramos el tiempo de descubrir por qué Él quería dárnoslas. Con el tiempo, la verdad de lo que Cristo había obtenido en la cruz, se hizo algo que, literalmente cambió toda nuestra vida. En lugar de caminar alrededor de la derrota y la tristeza, comenzamos a ejercer la victoria que era el precioso regalo de Dios para nosotros, como cristianos. Usando las declaraciones, oraciones e instrucciones en la Biblia, comenzamos a armarnos con las armas espirituales disponibles.
Como madre, lograr que mi hija “estuviera bien con Dios” incluso antes de que ella supiera algo de ÉL, había sido un error. Lo que no había provisto para mi hija ese día, fue que ella necesitaba primero y sobre todo: la seguridad del amor incondicional de Dios por ella. Era el amor de Dios lo que debía encenderse como un faro, claro, seguro y acogedor. Cuando le había dicho antes que Dios amaba a todos, incluyendo a los homosexuales, mi convicción había sido tan delgada como las calcomanías que dicen “Dios es amor.”
El amor de Dios había sido todo menos claro, seguro y acogedor, cuando enfrenté su casi frágil vida, armada con todo para cambiarla, sin importar cómo. Había etiquetado conceptos bíblicos de liberación y opresión demoníaca sobre ella, prematuramente, sin ninguna exhortación o información, y había jalado del gatillo. Tan sinceras como mis intenciones pudieran ser, los resultados pudieron haber sido simplemente letales.
Desde ese momento, Dios ha sido puesto al final de la lista de prioridades de mi hija, pero al menos, Él todavía estaba en la lista. Entendiendo que mis intentos de ministrarla acerca de su “reto” habían estado basados en mi amor por ella, la relación que tengo con mi hija ha seguido siendo abierta y de amorosa.
Sabemos que, con el tiempo, el Espíritu Santo le dará la valentía que necesita para volver a la iglesia otra vez. Esperemos que la suficiente dignidad y respeto que necesita, y así como ella, tantos otros cristianos, obre en sus desafíos particulares. El amor nuevamente encontrado debe tener un entorno de cuidado para que crezca. Enraizada en el amor compasivo por todos, al margen de quienes son, y proporcionando una educación continua y supervisada, puede solo asegurar que la iglesia realmente ayuda a cada individuo a darse cuenta de la vida bendita a la que Dios siempre les ha destinado.
Mi esposo y hoy hemos aceptado ahora que, a menos que su deseo de buscar a Dios por sí misma sea sincero, la relación de mi hija con Él no tendrá sentido. El amor no puede ser forzado, pero una vez que se ha encendido, nada puede detener sus dramáticos efectos. Nada es imposible para Dios. Como padre de una hija gay, debemos continuar con la fe en Su tiempo. El mismo amor que todo lo vence, es también la fuente de la cual brota la paciencia y la perseverancia, y será el mismo amor que nos llevará hasta el final.